martes, 28 de junio de 2016

autobiografía

    Se le dio vuelta el paraguas mientras cruzaba la calle. Esta empapada, pálida, con las uñas al ras del dedo de tanto morderlas, escupirlas,  masticarlas.  También está llorando,  las lágrimas se confunden con la lluvia. Prende un cigarrillo haciendo carpita con  la mano, viene el tren, quema sin querer el saco de alguien que la insulta, pide perdón con la mirada mientras le siguen gritando. Su cuerpo se siente por primera vez diminuto entre la multitud, la axila de un tipo se pega a su nariz, la mano de algún pajero le roza la pierna, se incomoda, apreta la mochila, la vieja que esta adelante se fastidia porque le respiraron en la nuca. Ayer estaba bien, hoy se levantó como todas las mañanas para ir a trabajar, y como todas las mañanas se levanta con sueño porque sufre insomnio. No paro de pensar toda la noche en la carencia, la fraternidad, la respiración, los gemidos, el temor, en alguna discusión, no paro todo el tiempo de pensar en su inconformidad, no paro de hacer planes, cuentas, de abatatarse con impulsos inconcebibles. Salió de la casa a las siete de la mañana cuando sabe que tiene que salir seis y media, quiere que la echen  para no tener la culpa de ser otra desocupada. Le gustaría ser normal, aunque no encuentra definición para tal adjetivo, así que le gustaría ser más simple. Cuando sale de trabajar va un bar al costado de la estación  a tomar cerveza. Nada del otro mundo.  Ahora, a veces intercala yendo a la casa de su novio donde se inunda  de emociones que pronto convierte en angustia, en enfermedad, en desvelo, en destrucción. Le gustaría ser más simple, como la mujer del cocinero que atiende el bar, ella se contenta con que él le de una palmadita en el culo cuando pasa, se siente deseada y segura;  segura con su culo enorme, su estómago, segura con sus pies descalzos arriba de la silla  y una porción de fugazzeta. Ella cuenta las calorías que hay en una ensalada de zanahoria y huevo, y cierra los ojos, los oídos y la culpa cuando está por descubrir las que tiene el litro de Imperial que está por tomar. Se anotó en cuatro carreras y las dos últimas son la misma. Le gusta el cine, le gusta sufrir viendo cine porque todo lo padece. Lo suyo es escribir. Le encantaría ser un poco Alejandra Pizarnik, y  lo único que puede unirlas es el deseo de muerte, o la devoción por Proust.  Lo que lee la define: intensa.  Noches blancas de Dostoievski. Más allá de la mediocridad de la palabra, lo que  acontece se mide por el grado de intensidad de la vivencia, o exageración para quienes no experimentan tal trastorno. Si, trastorno, le gusta llamarlo trastorno porque además de ser neurótica, depresiva e intensa, padece también de hipocondría,  se encarga de tener más enfermedades y problemas de los que tiene realmente, o piensa que tiene, o le gustaría no tener. En fin, cuando escribe es porque lo siente en el cuerpo, literalmente,  sufre de asfixia, parálisis, le tira la sangre, los músculos, los huesos quiebran. Todavía no entiende la relación  que existe, o no, entre su cuerpo y su cabeza.  Escribe, desde que tiene uso de la razón, o la irracionalidad.  El sábado va ir a leer un par de cosas en público por segunda vez, la primera fue de improvisto en un evento de amores suicidas pero estaba borracha. Quizás tome algo antes de ir.  Desconfía de su talento, y del habla. No puede hablar de ella sin mencionar como se siente, y a veces, las palabras no alcanzan. 

1 comentario:

  1. Sería mejor que se llevara mejor consigo misma. Se nota que tiene un conflicto interno.
    Un abrazo.

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