Respira congestionado, la sabana lo
cubre hasta la cabeza. El calor del aire
que sale por su boca hace traspirar sus cachetes, el cuello. Le recuerda el
enfermarse, la olla de agua hirviendo sobre la mesa, el vapor del agua inundando su cara, los agujeros de la nariz
goteados, destapándose. Baja apenas las sabanas, el frió le hiela las orejas. Ojala
estuviese dentro de la olla, hirviendo. Lo piensa, siente el desprender de la
piel, se abraza con fuerza apretando los dedos
en las costillas, en el estómago, en los brazos, rasguñando. Se lastima, entre la piel y la uña
queda una costra de grasa. Destapa la cabeza, lee “No exageres”, en tinta verde. No recuerda
cuando se le ocurrió que escribir la pared podía solucionar algo, y en verde,
verde manzana. Voltea: “destrucción incontrolable”. Achina los ojos para leer
una letra chica, lo distrae el polvo de la pared, estornuda. En el piso, vino desperramado sobre un diario viejo, arroz casi digerido,
servilletas, fotos, hojas vacías hechas un boyo, hojas repletas de palabras
hechas un boyo. Afuera, un golpe monótono, constante, un martillazo en la
frente.
Intenta levantarse, el cuerpo no responde. Ve en una botella un fondo de vino, estira el brazo, toma
sediento, chorrea un poco. Siente asco en la garganta, como acetona, pero es
resaca. Imagina un par de tetas que caminan, rebotando, un par de tetas libres, con los pezones marcados
por el roce del viento y la tela de una remera blanca, casi transparente.
Quiere entrar a ese sueño, acomoda la mano entre las piernas, el ruido de su
respiración acelerada lo detiene. Vomita. Se limpia con la sabana. Arrastra el
cuerpo por el piso, llega al baño, al
inodoro, lo agarra con las manos, hace fuerza hacia abajo y por fin se para. Se
acerca tambaleante al espejo roto, abre la canilla, bebe, escupe, deja correr un poco de agua en la nuca,
vuelve a mirarse, sigue mareado, se saca una lagaña, parpadea varias veces. Un
golpe irrumpe la monotonía del exterior y su frente. Por debajo de la puerta ve
varios sobres: luz, gas, expensas, todo vencido. Los suelta con desgano. Todavía
queda cerveza, algo de vino, un poco de
queso con grumo, tomate, y mucho arroz. Cae al colchón.
Las tetas rebotan, nacieron para eso: rebotar. Un viento fuerte estampa
la remera en la piel, y rebotan cada vez más lento, más lento, más len… la puerta.
Queda inmóvil. Mira la hora, es la misma
hace tres pajas. Insisten, algo se desploma. Luego de varios minutos se
acerca sin hacer ruido. Escucha algo, como unas garras suaves acariciando la
madera. Ve por la cerradura, no hay nadie. Sigue ahí, postrado. Alguien llora. Siente
las lágrimas desparramarse en un rostro pálido, borroso, imagina unos labios
delgados y empapados. Cada vez suena más
fuerte, más desgarrante, como ese llanto que viene del estómago, que raspa la
garganta. No recuerda nunca haber llorado así, aunque ahora quisiera. Una
presión en el pecho le produce asfixia, desconoce su cuerpo que tiembla. El
reloj pareciera volver andar, tic tac, tic tac, su cabeza es un forro
inflándose a punto de estallar. Por favor basta, por favor basta, por favor,
por favor, por favor, por favor, suplica
en silencio. Intenta reconocer el dolor, el tono de ese sufrir que parece
inacabable. Quién es? No recuerda. La poca luz que entraba por los agujeros de
la persiana se apaga. Oscurece. El llanto cesa como si le fueran bajando el
volumen, y de repente: Sube!chilla! La imagen borrosa se vuelve nítida,
reconoce unos pómulos que sobresalen, el hueco debajo de los ojos, las pupilas
amarillas que lo miran, un fondo negro.
Cede, el silencio resulta insoportable, de sus orejas sale aire caliente. Se
desvanece en el suelo con las palmas de
la mano haciendo presión contra el frio de la cerámica, siente fiebre en los
huesos, en el empeine, en el vientre. Su
cuerpo tembloroso se tranquiliza de a poco, los parpados caen.
El
sol entra por la persiana, le quema los sesos, siente los labios secos, la piel áspera, mucha
sed, y ese olor, ese olor a vomito fermentado, cocinándose. Quiere levantarse, se
sienta. También quiere limpiar el vómito,
pero cruza las piernas con dificultad, le suenan las articulaciones de
las rodillas. Se estremece, lo impresiona hasta el mínimo sonido. Los
martillazos de afuera cesaron, debe ser domingo. No recuerda cuando fue la última
vez que vio un calendario, el sol, un perro, el tren, al tipo que lee el diario
de hace una semana en el bar, el culo de la mesera inclinándose sobre la barra,
un pedazo de carne. Detiene el pensamiento en la dureza de sus pies, que rasca,
que arranca. Alguna vez alguien le dijo que el pie es poseedor de todas
las angustias del cuerpo, que su aspecto
devela la monstruosidad de quien camina. Tiene sentido, se siente deprimente.
Tampoco recuerda cuando fue la última vez que hablo con alguien, que mordió un
culo. Se cachetea un poco. Intenta pensar en
anoche pero una puntada le traviesa la cabeza. Toma el fondo del fondo de
botella que bebió ayer, lo termina. La
piel descarada de los labios se tiñe de violeta. El prefiere las manos,
la languidez de los dedos, la torpeza al sostener, al escribir ciertas
palabras, las uñas moradas cuando le falta el aire y hay
que abrir la ventana. Se acerca al colchón, tira las sabanas sobre su cuerpo, cierra
los ojos. No puede dormir. Las manos sostienen su cabeza que parece desprenderse. Ya es de noche,
otra vez. Abre la ventana. Inhala, hay olor a humo. El día trascurrió como una
agonía. Un chillido agudo dentro de la oreja lo ensorde, como el eco que hacia la soga al girar a toda la
velocidad con la otra punta sostenida a un árbol. No puede saltarla. Mira hacia
la puerta, ve la sombra negra que produce
un cuerpo ahí parado que se agacha y se levanta. Se mea encima. Entre las
boletas a pagar ve un papel amarillo que a pesar de lo opaco parece brillar,
como si se lo señalasen. No piensa. No quiere. No recuerda, o si, intenta, se
reprime. El pis seca en sus
piernas, deja una aureola en la
sabana. Se acerca al papel, lo levanta, parece seda. Esta húmedo, prende la
luz, no prende, inclina el papel de un lado a otro intentando leer algo, nada. Su
cabeza esta vacía, no hay recuerdos, solo resaca y fiebre, mucha fiebre. Piensa
que quizás deba salir de la casa, comprar un analgésico, tirarse en la plaza y
respirar el aire sin humo. Se pone la
campera, busca las llaves que encuentra dentro de una lata llena de tornillos,
y en ese momento recuerda. No hay nada ahí afuera que exista, que lo motive,
que lo vuelva real, en cambio la fiebre si es real, o por lo menos lo siente,
siente el dolor, el delirio, la agonía, abre otra botella de vino.
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