jueves, 6 de octubre de 2016

un hombre solo

   Respira congestionado, la sabana lo cubre hasta la  cabeza. El calor del aire que sale por su boca hace traspirar sus cachetes, el cuello. Le recuerda el enfermarse, la olla de agua hirviendo sobre la mesa, el vapor del agua  inundando su cara, los agujeros de la nariz goteados, destapándose. Baja apenas las sabanas, el frió le hiela las orejas. Ojala estuviese dentro de la olla, hirviendo. Lo piensa, siente el desprender de la piel, se abraza con fuerza apretando los dedos  en las costillas, en el estómago, en los brazos,  rasguñando. Se lastima, entre la piel y la uña queda una costra de grasa. Destapa la cabeza,  lee “No exageres”, en tinta verde. No recuerda cuando se le ocurrió que escribir la pared podía solucionar algo, y en verde, verde manzana. Voltea: “destrucción incontrolable”. Achina los ojos para leer una letra chica, lo distrae el polvo de la pared, estornuda. En el  piso, vino desperramado sobre un diario viejo, arroz  casi digerido, servilletas, fotos, hojas vacías hechas un boyo, hojas repletas de palabras hechas un boyo. Afuera, un golpe monótono, constante, un martillazo en la frente.

   Intenta levantarse, el cuerpo no responde. Ve en una botella  un fondo de vino, estira el brazo, toma sediento, chorrea un poco. Siente asco en la garganta, como acetona, pero es resaca. Imagina un par de tetas que caminan, rebotando, un  par de tetas libres, con los pezones marcados por el roce del viento y la tela de una remera blanca, casi transparente. Quiere entrar a ese sueño, acomoda la mano entre las piernas, el ruido de su respiración acelerada lo detiene. Vomita. Se limpia con la sabana. Arrastra el cuerpo  por el piso, llega al baño, al inodoro, lo agarra con las manos, hace fuerza hacia abajo y por fin se para. Se acerca tambaleante al espejo roto, abre la canilla, bebe, escupe,  deja correr un poco de agua en la nuca, vuelve a mirarse, sigue mareado, se saca una lagaña, parpadea varias veces. Un golpe irrumpe la monotonía del exterior y su frente. Por debajo de la puerta ve varios sobres: luz, gas, expensas, todo vencido. Los suelta con desgano. Todavía queda cerveza, algo de  vino, un poco de queso con grumo, tomate, y mucho arroz. Cae al colchón.

  Las tetas rebotan, nacieron para eso: rebotar. Un viento fuerte estampa la remera en la piel, y rebotan cada vez más lento, más lento, más len… la puerta. Queda inmóvil. Mira la hora, es la misma  hace tres pajas. Insisten, algo se desploma. Luego de varios minutos se acerca sin hacer ruido. Escucha algo, como unas garras suaves acariciando la madera. Ve por la cerradura, no hay nadie. Sigue ahí, postrado. Alguien llora. Siente las lágrimas desparramarse en un rostro pálido, borroso, imagina unos labios delgados y empapados. Cada vez suena  más fuerte, más desgarrante, como ese llanto que viene del estómago, que raspa la garganta. No recuerda nunca haber llorado así, aunque ahora quisiera. Una presión en el pecho le produce asfixia, desconoce su cuerpo que tiembla. El reloj pareciera volver andar, tic tac, tic tac, su cabeza es un forro inflándose a punto de estallar. Por favor basta, por favor basta, por favor, por favor, por favor, por favor,  suplica en silencio. Intenta reconocer el dolor, el tono de ese sufrir que parece inacabable. Quién es? No recuerda. La poca luz que entraba por los agujeros de la persiana se apaga. Oscurece. El llanto cesa como si le fueran bajando el volumen, y de repente: Sube!chilla! La imagen borrosa se vuelve nítida, reconoce unos pómulos que sobresalen, el hueco debajo de los ojos, las pupilas amarillas  que lo miran, un fondo negro. Cede, el silencio resulta insoportable, de sus orejas sale aire caliente. Se desvanece en el suelo  con las palmas de la mano haciendo presión contra el frio de la cerámica, siente fiebre en los huesos,  en el empeine, en el vientre. Su cuerpo tembloroso se tranquiliza de a poco, los parpados caen.

    El sol entra por la persiana, le quema los sesos,  siente los labios secos, la piel áspera, mucha sed, y ese olor, ese olor a vomito fermentado, cocinándose. Quiere levantarse, se sienta. También quiere limpiar el vómito,  pero cruza las piernas con dificultad, le suenan las articulaciones de las rodillas. Se estremece, lo  impresiona hasta el mínimo sonido. Los martillazos de afuera cesaron, debe ser domingo. No recuerda cuando fue la última vez que vio un calendario, el sol, un perro, el tren, al tipo que lee el diario de hace una semana en el bar, el culo de la mesera inclinándose sobre la barra, un pedazo de carne. Detiene el pensamiento en la dureza de sus pies, que rasca, que arranca. Alguna vez alguien le dijo que  el pie es poseedor de todas las angustias del cuerpo,  que su aspecto devela la monstruosidad de quien camina. Tiene sentido, se siente deprimente. Tampoco recuerda cuando fue la última vez que hablo con alguien, que mordió un culo. Se cachetea un poco. Intenta pensar en anoche pero una puntada le traviesa la cabeza. Toma el fondo del fondo de botella que bebió ayer, lo termina. La  piel descarada de los labios se tiñe de violeta. El prefiere las manos, la languidez de los dedos, la torpeza al sostener, al escribir ciertas palabras, las uñas moradas cuando le falta el aire  y  hay que abrir la ventana. Se acerca al colchón, tira las sabanas sobre su cuerpo, cierra los ojos. No puede dormir. Las  manos sostienen su  cabeza que parece desprenderse. Ya es de noche, otra vez. Abre la ventana. Inhala, hay olor a humo. El día trascurrió como una agonía. Un chillido agudo dentro de la oreja lo ensorde, como el eco  que hacia la soga al girar a toda la velocidad con la otra punta sostenida a un árbol. No puede saltarla. Mira hacia la puerta,  ve la sombra negra que produce un cuerpo ahí parado que se agacha y se levanta. Se mea encima. Entre las boletas a pagar ve un papel amarillo que a pesar de lo opaco parece brillar, como si se lo señalasen. No piensa. No quiere. No recuerda, o si, intenta, se reprime.  El pis  seca en sus  piernas, deja una aureola en  la sabana. Se acerca al papel, lo levanta, parece seda. Esta húmedo, prende la luz, no prende, inclina el papel de un lado a otro intentando leer algo, nada. Su cabeza esta vacía, no hay recuerdos, solo resaca y fiebre, mucha fiebre. Piensa que quizás deba salir de la casa, comprar un analgésico, tirarse en la plaza y respirar  el aire sin humo. Se pone la campera, busca las llaves que encuentra dentro de una lata llena de tornillos, y en ese momento recuerda. No hay nada ahí afuera que exista, que lo motive, que lo vuelva real, en cambio la fiebre si es real, o por lo menos lo siente, siente el dolor, el delirio, la agonía, abre otra botella de vino.








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