“en un jardín petrificado” yace la estructura imponente de la iglesia, la cruz ´parece dividir el cielo
en dos. El viento, la oscuridad, y el vacío estático. Me encerré en el rincón que une las dos
partes, el frio me erizo la piel, el pelo me cubrió la cara. De algún modo ya había
elegido. Las puertas enormes parecieron abrirse solas; y en su interior los sacerdotes caminaban al revés, los
creyentes oraban con el mentón sobre la
butaca larga de enfrente, el techo les pisaba la cabeza con su enormidad. También me hundí, me entregue al patetismo tratando
de encontrar pertenencia dentro de mí. Y
cristo, que nunca me importo, me miro con los ojos llenos de pena, de dolor. Los
chorros de sangre artificial, impregnada, tallada sobre sus pies de cerámica comenzaron
a sentir el sufrimiento y las gotas
fallecieron junto a mis rodillas. Los clavos,
las manos. Puede sentir el desprender de
sus brazos tirantes, el hambre, la sed, el silencio. El misterio se revelo ante la imagen diminuta
de mi carne. No la religión, la condena. Yo misma fui quien planto el asco
sobre su cuerpo, yo misma lo llene de ese olor moribundo, volví real la materia
creada. Mis palabras, cada fabula indemostrable deterioro su caminar hasta
volverlo un cadáver arrastrado. Fui yo,
mis deseos poco inconscientes, que enfermaron su estadía, mi vergüenza. El no decir, el estómago
revuelto. Yo, fui yo quien
engendro la culpa en mi propio útero, se pegó a las paredes intocable,
dio vuelta cada foto con su rostro, quien encendió el sonido inapagable. Los susurros, los gritos, los golpes.
JAMAS ME IMPORTO EL HIJO NI DIOS, SOY YO! Condenada y culpable ante toda la
inmunidad. Amen.

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