martes, 22 de septiembre de 2015

Cristo

“en un jardín petrificado”  yace la estructura imponente de  la iglesia, la cruz ´parece dividir el cielo en dos. El viento, la oscuridad, y el vacío estático.  Me encerré en el rincón que une las dos partes, el frio me erizo la piel, el pelo me cubrió la cara. De algún modo ya había elegido. Las puertas enormes parecieron abrirse solas; y en su interior  los sacerdotes caminaban al revés, los creyentes oraban  con el mentón sobre la butaca larga de enfrente, el techo les pisaba la cabeza con su enormidad.  También me hundí, me entregue al patetismo tratando de encontrar pertenencia dentro de mí.  Y cristo, que nunca me importo, me miro con los ojos llenos de pena, de dolor. Los chorros de sangre artificial, impregnada, tallada sobre sus pies de cerámica comenzaron a sentir el sufrimiento  y las gotas fallecieron junto  a mis rodillas. Los clavos, las manos. Puede sentir  el desprender de sus brazos tirantes, el hambre, la sed, el silencio.  El misterio se revelo ante la imagen diminuta de mi carne. No la religión, la condena. Yo misma fui quien planto el asco sobre su cuerpo, yo misma lo llene de ese olor moribundo, volví real la materia creada. Mis palabras, cada fabula indemostrable deterioro su caminar hasta volverlo un cadáver arrastrado.  Fui yo, mis deseos poco inconscientes, que enfermaron su estadía,  mi vergüenza. El no decir, el estómago revuelto.  Yo,  fui yo  quien  engendro la culpa en mi propio útero, se pegó a las paredes intocable, dio vuelta cada foto con su rostro, quien  encendió el sonido  inapagable. Los susurros, los gritos, los golpes. JAMAS ME IMPORTO EL HIJO NI DIOS, SOY YO! Condenada y culpable ante toda la inmunidad. Amen.


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