Otra vez la repugnancia endulzo con mierda mi
faringe. Mi lengua se adormeció, mis
labios quedaron inertes, cerrados. Mis ojos vidriosos dejaron de reflejar la
avenida para perderse en una solapa oscura de pensamientos anulados. Estoy inmóvil,
en medio de la calle. Las bocinas retumban en mi cabeza a kilómetros de
distancia, no retumban, zumban, como el último sonido del eco infinito. Una
gota de agua cae sobre mi nariz, baja hasta mis labios hinchados, los humedece,
se secan. Elevo el mentón hacia el cielo, no lo miro. Las gotas cedieron,
fue unánime. Alguien desde arriba quiso
despertarme, y era mi saliva, mi estomago retorcido, mi fantasía, mi garganta
incontrolable, mi lengua sedada enfurecida, un gusto amargo con carne, odio,
café, desilusión y café de nuevo, y con
leche. Toda esa combinación de sabores golpeando las paredes de mis de mis mejillas,
escapando entre mis dientes, acumulados, unificados. El café podría ser cigarrillo
y menta, la carne su ego erecto y la leche su masculinidad condensada. Otra vez, trague. Entre a una librería. Pude mover las piernas y entre.
La verdad es que no tuve dificultad, la estética no es más que falta de imaginación, solo necesitaba
una orden neuronal. Igual aun siento la quietud, los arboles no se mueven, el aire parece no correr, los pulmones
parecen no exhalar, la librería y mi cuerpo podrían ser una experiencia de tele-transportación; pero
si veo mis pies, uno delante del otro, torpes, entrando, llegando al mostrador. Pedí La nausea, como quien pide
un paquete de fósforos. “Hola, tenes La nausea?”. “SI, por supuesto”. Cool,
pensé irónicamente. Y otra vez, el
vomito ahogo mi dentadura, sonreí con los labios, una gota salpico el libro, lo
bautice, que oportuna. Me lleve a Jean Paul Sartre entre las manos. Me las
vi. Las uñas rosas chicle, prolijas, y
un anillo gastado grabado “III IV XIII
VII”.
Mis
uñas rosa chicle y un anillo gastado
grabado “III IV XIII VII”. Estaba preparada para el encanto, para el reencuentro
carnal inevitable, estaba, estaba llena de deseos ordinarios de mujer, ardiéndome
en las manos, en las venas, en la sangre. Otra vez, estoy parada en medio de la
calle mirando el libro, el rosa chicle,
el “III IV XIII VII”. El patetismo, el absurdo, el vomito, todo
girando en mi cabeza atolondrada, insoportable, imbancable, como un tornado de
fuego, me quema, me marea, tambaleo y me
asfixio de ver tanta gente. Parada en el medio de una calle, peatonal. Peatonal
con juegos de plaza, con juegos de plaza, con bancos de plaza. Me siento. Con
viejas de plaza, con pendejos de plaza, con hamacas de plaza. En frente mío, hay otro banco, un tipo se recuesta sobre el respaldo flexiona una rodilla, estira la otra pierna,
se mete la mano derecha en el bolsillo y fuma con la izquierda. Es zurdo, y torpe.
Achina los ojos con voluntad, se concentra, dibuja una sonrisa de picardía.
Sigo su mirada. Me viene de nuevo el
gusto a leche y café. Debajo de la bragueta tiene la verga inflada. Esta
perdido, perdido en la falda corta de una infante de no más de cuatro
años, le tiembla el brazo, la mano del
bolsillo empieza a moverse, se acomoda
en su asiento, se roza, mueve un dedo, mueve el otro, se detiene, da una
pitada, se acomoda en su asiento, se roza,
inspira, mueve un dedo, escupe el humo, se relaja, queda estupefacto. Se
enloquece en la perfección de la inocencia, en sus deseos por bajarse el cierre
y que lo bese y lo huela mientras le
saca la falda, le tira el humo en la cara, en sus pezones diminutos. Estupefacto,
eyaculando, en silencio. Me paro. Camino delante de él para anular su visual,
que aprenda sobre el tiempo. La baba esta apunto de chorrear por todos sus
orificios, incluso los de su obscena nariz. No parpadea, hace rato dejo de
mirar, sigue imaginando sus vivencias de
preescolar, sonriendo. No es zurdo.
Ahora
camino por el túnel, bajo tierra y
trenes. Eso me tranquiliza, estoy a salvo de la vida y a salvo de la muerte. A oscuras,
y con luz. Mi razón para no morir es que
nadie te conoce. Mi razón para no morir es la enfermedad de la desquicia
y el anonimato. Quería hablar de las grietas, los zombies, los vendedores
ambulantes, y el meo,el semen y el flujo
en cada centímetro de las paredes, pero
solo pienso en un baño, y en frente hay un bar que me gusta. Entro, corro al baño taladrando la paz con mis zapatos de
excéntrica y leo en la puerta “palito toma merca”. La tarzan parece San Telmo, pero es Castelar.
Esta vez, no me senté al lado de la ventana que da a la calle, me estampe contra una pared. Sola
y oscura. En breve, borracha. Ese que siempre esta duro me trajo una cerveza,
envuelta en telgopor, para que no se le vaya el frio. La verdad es que por
hacer honor al silencio, todo lo que pasa por mi garganta se congela. No se lo dije,
de todos modos temo algún día asfixiarme, que la nausea se acabe y nada pueda
derretir el hielo, entonces el mundo entero lo sabría. O peor, nadie. A la tercer cerveza, me trague una lagrima y
supongo volví a inmovilizarme. Cuando entre apenas si eran las seis de la
tarde, estaba vacío. Ahora son las nueve y veinte. Hay
tres mesas ocupadas, yo, mi pesadez, y dos más. En diagonal y a la
izquierda un tipo de unos setenta y pico de años, mira un partido viejo de
racing. Toma vino tinto y come fideos. Tiene la barba canosa, seca, de una textura
que lastima. La salsa se instala en los contornos de su boca casi invisible, y en su pelaje, facial. Levanta los fideos con el tenedor, los apoya
en la cuchara, pero es inútil no sabe
enroscarlos y al final, termina succionándolos con el aire. El fideo se sacude por encima de
la nariz, por debajo del mentón, por los pómulos y entra como un gusano; se
convierte en bolo alimenticio de un sistema digestivo ancestral. Me clava la
mirada, no estoy disimulando, mis ojos están desorbitados, aprovecho la situación
y miro más atrás. Siento la saliva
acumulada en mis encías, inflo los cachetes. Otra vez, trago. En la otra mesa,
hay cinco jubilados más, disfrutan el tango de fondo, se ríen, a uno le falta
un dedo, da igual. Dicen obscenidades de
primaria y se disculpan “cálmese, no ve que hay una señorita?” y me levantan las cejas con ternura, una
ternura que algún momento fue adulterio, perversión, seducción, ahora es ternura,
lastima, decadencia, tristeza y final.
No hago muecas, no respondo, los miro paralizada, colgada, completamente
ebria. Fondeé la cuarta, me pongo
cariñosa. Pido otra, lleno el vaso. Las
burbujas chocan dentro del cristal, la espuma rebalsa, ya no puedo siquiera
servirme un poco de cerveza decentemente. Quiero que las burbujas choquen pero en mi boca. Levanto el vaso y lo dejo.
Por un instante no puedo ni siquiera mirarlo, no puedo mirar el vaso de cerveza
y no puedo porque Sartre describió una situación
similar en el café Mably. Marcel o el duro me traen la cuenta, en un momento
que no recuerdo mire el vaso y tome la cerveza,
y pedí la cuenta, o cerré los ojos, no importa. Me trajo la cuenta y me regalo
otra. Prendí el celular, leí algo que no
me acuerdo, liquide la botella, corrí de nuevo al baño, “palito toma merca”. El hombre fideo también
estaba en el baño de señoritas, que elocuente. “Perdón, señorita”. Señorita.
Señorita. Señorita. Me gusta más que me
digan “pendeja”. Sí, eso me calienta, pendeja.
Me pinto los labios de rojo, sacudo el pelo. Después de la novena
cerveza, estoy completamente cariñosa.
Volví a la mesa, me colgué la cartera y salí
guiñándole el ojo al duro. Subí por el túnel al andén y me metí en el tren en
movimiento. El aire me sacudió mucho más fuerte, por abajo del vestido, el
oxigeno me bloqueo la respiración y tuve una alucinación que también perdí en
la memoria. Todo es humo, siempre es humo. Fluye, crece, se expulsa, cree que
flota, desaparece, se esfuma en el tiempo, en el espacio, en la
permanencia. Estoy y no estoy. Soy humo.
Bajo del tren y vuelvo a cruzar una avenida. Otra vez, me cruzo de vereda,
avanzo, o vuelvo, o no paro de dar vueltas. Giro. La nubosidad se apodera de mis pupilas y algunas personas parecen dos, otras son muy
iguales para separarlas. Los recuerdos cada vez son más confusos, mas efímeros,
mas sin principio. Tengo una botella de vino en la mano y en lo único que puedo pensar es agua
helada. Del otro lado, me espera una camioneta. Antes de subir decido pasar por
su departamento, toco timbre 17 veces, la desgracia. Sentí eso, sentí el
vomito, sentí la miseria, me sentí ignorada, robada, estafada. Soy humo y una
estatua de carne frente a su departamento vacio, o repleto. Volví a inmovilizarme. Un borracho se paro al
lado mío. Le faltaba una zapatilla, tenía la ropa sucia, olor a mierda, y una
verruga al lado de la oreja. Nada original, salvo la verruga, porque era verde.
Se acerco, inclino su cuerpo sobre el mío, casi cayendo me arrincono en la
entrada, me entregue a la humillación
pero él se quedo quieto y apoyo
algo frió en mi mano. Una moneda grabada : Buena suerte.
el mar en tus labios...
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