martes, 16 de diciembre de 2014

Ruleta

  Otra vez la repugnancia endulzo con mierda mi faringe. Mi lengua se adormeció, mis labios quedaron inertes, cerrados. Mis ojos vidriosos dejaron de reflejar la avenida para perderse en una solapa oscura de pensamientos anulados. Estoy inmóvil, en medio de la calle. Las bocinas retumban en mi cabeza a kilómetros de distancia, no retumban, zumban, como el último sonido del eco infinito. Una gota de agua cae sobre mi nariz, baja hasta mis labios hinchados, los humedece, se secan. Elevo el mentón hacia el cielo, no lo miro. Las gotas cedieron, fue  unánime. Alguien desde arriba quiso despertarme, y era mi saliva, mi estomago retorcido, mi fantasía, mi garganta incontrolable, mi lengua sedada enfurecida, un gusto amargo con carne, odio, café, desilusión y café  de nuevo, y con leche. Toda esa combinación de sabores golpeando las paredes de mis de mis mejillas, escapando entre mis dientes, acumulados, unificados. El café podría ser cigarrillo y menta, la carne su ego erecto y la leche su masculinidad condensada.  Otra vez, trague. Entre a una librería.  Pude mover las piernas  y entre.  La verdad es que no tuve dificultad, la estética  no es más que falta de imaginación, solo necesitaba una orden neuronal. Igual aun siento la quietud, los arboles no se mueven,  el aire parece no correr, los pulmones parecen no exhalar, la librería y mi cuerpo podrían ser  una experiencia de tele-transportación; pero si veo mis pies, uno delante del otro, torpes, entrando, llegando  al mostrador. Pedí La nausea, como quien pide un paquete de fósforos. “Hola, tenes La nausea?”. “SI, por supuesto”. Cool, pensé irónicamente. Y otra vez,  el vomito ahogo mi dentadura, sonreí con los labios, una gota salpico el libro, lo bautice, que oportuna. Me lleve a Jean Paul Sartre entre las manos. Me las vi.  Las uñas rosas chicle, prolijas, y un anillo gastado grabado “III  IV XIII VII”.

  Mis uñas rosa chicle y  un anillo gastado grabado “III  IV XIII VII”.  Estaba preparada para el encanto, para el reencuentro carnal inevitable, estaba, estaba llena de deseos ordinarios de mujer, ardiéndome en las manos, en las venas, en la sangre. Otra vez, estoy parada en medio de la calle mirando  el libro, el rosa chicle, el “III  IV XIII VII”.  El patetismo, el absurdo, el vomito, todo girando en mi cabeza atolondrada, insoportable, imbancable, como un tornado de fuego,  me quema, me marea, tambaleo y me asfixio de ver tanta gente. Parada en el medio de una calle, peatonal. Peatonal con juegos de plaza, con juegos de plaza, con bancos de plaza. Me siento. Con viejas de plaza, con pendejos de plaza, con hamacas de plaza.  En frente mío, hay otro banco,  un tipo se recuesta sobre el respaldo  flexiona una rodilla, estira la otra pierna, se mete la mano derecha en el bolsillo y  fuma con la izquierda. Es zurdo, y torpe. Achina los ojos con voluntad, se concentra, dibuja una sonrisa de picardía. Sigo su mirada.  Me viene de nuevo el gusto a leche y café. Debajo de la bragueta tiene la verga inflada. Esta perdido, perdido en la falda corta de una infante de no más de cuatro años,  le tiembla el brazo, la mano del bolsillo  empieza a moverse, se acomoda en su asiento, se roza, mueve un dedo, mueve el otro, se detiene, da una pitada, se acomoda en su asiento, se roza,  inspira, mueve un dedo, escupe el humo, se relaja, queda estupefacto. Se enloquece en la perfección de la inocencia, en sus deseos por bajarse el cierre y que lo bese y lo huela  mientras le saca la falda, le tira el humo en la cara, en sus pezones diminutos. Estupefacto, eyaculando, en silencio. Me paro. Camino delante de él para anular su visual, que aprenda sobre el tiempo. La baba esta apunto de chorrear por todos sus orificios, incluso los de su obscena nariz. No parpadea, hace rato dejo de mirar, sigue  imaginando sus vivencias de preescolar, sonriendo. No es zurdo.   

   Ahora camino por el túnel,  bajo tierra y trenes. Eso me tranquiliza, estoy a salvo de la vida y a salvo de la muerte. A oscuras, y con luz. Mi razón para no morir es que  nadie te conoce. Mi razón para no morir es la enfermedad de la desquicia y el anonimato. Quería hablar de las grietas, los zombies, los vendedores ambulantes, y  el meo,el semen y el flujo en cada centímetro de las paredes,  pero solo pienso en un baño, y en frente hay un bar que me gusta. Entro, corro  al baño taladrando la paz con mis zapatos de excéntrica y leo en la puerta “palito toma merca”.  La tarzan parece San Telmo, pero es Castelar. Esta vez, no me senté al lado de la ventana que da  a la calle, me estampe contra una pared. Sola y oscura. En breve, borracha. Ese que siempre esta duro me trajo una cerveza, envuelta en telgopor, para que no se le vaya el frio. La verdad es que por hacer honor al silencio, todo lo que pasa por mi garganta se congela. No se lo dije, de todos modos temo algún día asfixiarme, que la nausea se acabe y nada pueda derretir el hielo, entonces el mundo entero lo sabría.  O peor, nadie.  A la tercer cerveza, me trague una lagrima y supongo volví a inmovilizarme. Cuando entre apenas si eran las seis de la tarde, estaba vacío. Ahora son las nueve y veinte.  Hay  tres mesas ocupadas, yo, mi pesadez, y dos más. En diagonal y a la izquierda un tipo de unos setenta y pico de años, mira un partido viejo de racing. Toma vino  tinto y come fideos.  Tiene la barba canosa, seca, de una textura que lastima. La salsa se instala en los contornos de su boca  casi invisible, y en su pelaje, facial.  Levanta los fideos con el tenedor, los apoya en la cuchara,  pero es inútil no sabe enroscarlos y  al final, termina succionándolos  con el aire. El fideo se sacude por encima de la nariz, por debajo del mentón, por los pómulos y entra como un gusano; se convierte en bolo alimenticio de un sistema digestivo ancestral. Me clava la mirada, no estoy disimulando, mis ojos están desorbitados, aprovecho la situación y miro más atrás.  Siento la saliva acumulada en mis encías, inflo los cachetes. Otra vez, trago. En la otra mesa, hay cinco jubilados más, disfrutan el tango de fondo, se ríen, a uno le falta un dedo, da igual.  Dicen obscenidades de primaria y se disculpan “cálmese, no ve que hay una señorita?”  y me levantan las cejas con ternura, una ternura que algún momento fue adulterio, perversión, seducción, ahora es ternura, lastima, decadencia, tristeza y final.  No hago muecas, no respondo, los miro paralizada, colgada, completamente ebria. Fondeé la  cuarta, me pongo cariñosa. Pido otra, lleno el vaso.  Las burbujas chocan dentro del cristal, la espuma rebalsa, ya no puedo siquiera servirme un poco de cerveza decentemente. Quiero que las burbujas choquen  pero en mi boca. Levanto el vaso y lo dejo. Por un instante no puedo ni siquiera mirarlo, no puedo mirar el vaso de cerveza y  no puedo porque Sartre describió una situación similar en el café Mably. Marcel o el duro me traen la cuenta, en un momento que no recuerdo mire el vaso  y tome la cerveza, y pedí la cuenta,  o cerré los ojos,  no importa. Me trajo la cuenta y me regalo otra.  Prendí el celular, leí algo que no me acuerdo, liquide la botella, corrí de nuevo al baño,  “palito toma merca”. El hombre fideo también estaba en el baño de señoritas, que elocuente. “Perdón, señorita”. Señorita. Señorita. Señorita.  Me gusta más que me digan “pendeja”. Sí, eso me calienta, pendeja.  Me pinto los labios de rojo, sacudo el pelo. Después de la novena cerveza,  estoy completamente cariñosa.


  Volví a la mesa, me colgué la cartera y salí guiñándole el ojo al duro. Subí por el túnel al andén y me metí en el tren en movimiento. El aire me sacudió mucho más fuerte, por abajo del vestido, el oxigeno me bloqueo la respiración y tuve una alucinación que también perdí en la memoria. Todo es humo, siempre es humo. Fluye, crece, se expulsa, cree que flota, desaparece, se esfuma en el tiempo, en el espacio, en la permanencia.  Estoy y no estoy. Soy humo. Bajo del tren y vuelvo a cruzar una avenida. Otra vez, me cruzo de vereda, avanzo, o vuelvo, o no paro de dar vueltas. Giro.  La nubosidad se apodera de mis pupilas  y algunas personas parecen dos, otras son muy iguales para separarlas. Los recuerdos cada vez son más confusos, mas efímeros, mas sin principio. Tengo una botella de vino en la mano  y en lo único que puedo pensar es agua helada. Del otro lado, me espera una camioneta. Antes de subir decido pasar por su departamento, toco timbre 17 veces, la desgracia. Sentí eso, sentí el vomito, sentí la miseria, me sentí ignorada, robada, estafada. Soy humo  y  una estatua de carne frente a su departamento vacio, o repleto.  Volví a inmovilizarme. Un borracho se paro al lado mío. Le faltaba una zapatilla, tenía la ropa sucia, olor a mierda, y una verruga al lado de la oreja. Nada original, salvo la verruga, porque era verde. Se acerco, inclino su cuerpo sobre el mío, casi cayendo me arrincono en la entrada, me entregue a la humillación  pero él se quedo quieto y  apoyo algo  frió en mi mano. Una moneda grabada : Buena suerte. 

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