Entendí entonces, que toda la
intensidad cesa en un momento. Y empiezo de este modo, porque no encuentro ni tiempo ni espacio, ni razón, para proclamar como motivo certero de este, en el
sentido mediocre de la palabra, descubrimiento; quizás el olvido repentino de
una presencia, o la fugacidad cotidiana de una emoción. Que importa? Cuando lo que acontece, el sentimiento, llega
al punto más alto de expresividad, logra por fin apuñalarnos, el cuerpo cae
relajado sobre la silla, y de la cabeza parece bajar como fichas todo
ese aire viciado, cargado de pensamientos, de ideario, de metamorfosis, hasta
el suspiro. Queda ahí expulsada toda
sensación, y el rostro se vuelve hielo, insensible. El sufrimiento que
atormentaba nuestro pecho, llamo sufrimiento
porque cualquier tipo de emoción llevado a tal punto, cualquiera fuese la causa,
es imposible de disfrutar, es un desgarro asfixiante que no invoca más
que la muerte; ese sufrimiento es
alivianado por la llegada expectante de una nueva ilusión. Somos prisioneros
de la esperanza, a la que huyo. Entiendo, que no todos tienen tal nivel de
liberación o represión sobre el sentir,
y que quizás sea una enorme parte de la
humanidad quien adormeció su
espíritu. Pero la esperanza es lo último
que se pierde, y en esta vulgaridad se esconde en cierto modo el deseo. Explícita
o implícitamente si esperamos es porque deseamos. Negativa o positiva, la
espera finita culmina con un hecho. Hecho llamese a una acción, interpretación,
revelación, rechazo, rendición, o simplemente abandono incomprensible de la razón, y la piel,
al sentimiento en cuestión. La inmediación, lo inmediato del ser, de la
civilización, ese afán, la creación del
tiempo, el sol que se esconde, la luna que aparece, la medición del día, de la
noche, la precipitación, la historia, lo calculablemente efímero, el hombre parado en la línea temporal que se
inicia en la natalidad y culmina con lo único (casi) imprevisible, su extinción.
Al
hombre parado, postrado, le pregunto: Cuan fugaz es el instante, entonces? Aplacada
por la duda existencial constante, en tiempo libre o abatatada de inconformismo
durante la coerción, no puedo responder otra cosa que ese instante, o esta
intensidad a la que me someto corresponde a la condición básica natural de
mamífero pensante. Que el sentir no más que la neurosis contenedora de cientos
y cientos de añares, de cientos y cientos de interpretaciones ajenas; que no es
más que la capacidad de idealizar, de crear, de proclamar, de elegir (o no),
que no es más un sistema de gustos preestablecidos, de agitación social, de
industria, etc, etc, etc. Pero imposible es la simplicidad con la intervención
inevitable del cuerpo. ¿Es la mente un poseedor de síntomas nerviosos que corre
por la sangre hasta quebrantar los
dedos?
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