martes, 9 de febrero de 2016

Instante.

  Entendí  entonces, que toda la intensidad cesa en un momento. Y empiezo de este modo, porque no encuentro  ni tiempo ni espacio, ni razón, para  proclamar como motivo certero de este, en el sentido mediocre de la palabra, descubrimiento; quizás el olvido repentino de una presencia, o la fugacidad cotidiana de una emoción. Que importa?  Cuando lo que acontece, el sentimiento, llega al punto más alto de expresividad, logra por fin apuñalarnos, el cuerpo cae relajado sobre la silla,  y  de la cabeza parece bajar como fichas todo ese aire viciado, cargado de pensamientos, de ideario, de metamorfosis, hasta el suspiro. Queda  ahí expulsada toda sensación, y el rostro se vuelve hielo, insensible. El sufrimiento que atormentaba nuestro pecho,  llamo sufrimiento porque cualquier tipo de emoción llevado a tal punto, cualquiera fuese la causa,  es imposible de disfrutar,   es un desgarro asfixiante que no invoca más que la muerte; ese sufrimiento  es alivianado por la llegada expectante de una nueva ilusión.  Somos prisioneros de la esperanza, a la que huyo. Entiendo, que no todos tienen tal nivel de liberación o represión  sobre el sentir, y que quizás sea una enorme parte  de la humanidad quien  adormeció su espíritu.  Pero la esperanza es lo último que se pierde, y en esta vulgaridad se esconde en cierto modo el deseo. Explícita o implícitamente si esperamos es porque deseamos. Negativa o positiva, la espera finita culmina con un hecho. Hecho llamese a una acción, interpretación, revelación,  rechazo,  rendición, o simplemente  abandono incomprensible de la razón, y la piel, al  sentimiento en cuestión.  La inmediación, lo inmediato del ser, de la civilización, ese afán,  la creación del tiempo, el sol que se esconde, la luna que aparece, la medición del día, de la noche, la precipitación, la historia, lo calculablemente efímero,  el hombre parado en la línea temporal que se inicia en la natalidad y culmina con lo único (casi)  imprevisible,   su extinción.


   Al hombre parado, postrado, le pregunto: Cuan fugaz es el instante, entonces? Aplacada por la duda existencial constante, en tiempo libre o abatatada de inconformismo durante la coerción, no puedo responder otra cosa que ese instante, o esta intensidad a la que me someto corresponde a la condición básica natural de mamífero pensante. Que el sentir no más que la neurosis contenedora de cientos y cientos de añares, de cientos y cientos de interpretaciones ajenas; que no es más que la capacidad de idealizar, de crear, de proclamar, de elegir (o no), que no es más un sistema de gustos preestablecidos, de agitación social, de industria, etc, etc, etc. Pero imposible es la simplicidad con la intervención inevitable del cuerpo. ¿Es la mente un poseedor de síntomas nerviosos que corre por la sangre hasta quebrantar  los dedos?  

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