Estoy dispersa no puedo
concentrarme pero tampoco puedo permitir que la
estática se apodere de quienes son quizás, las ultimas gotas de razón. Razón
llámese a la locura extrema, a intensidad, exageración,
paranoia, destrucción, y
cualquier trastorno que ponga en marcha el cerebro. Los pensamientos vienen
amontonados, se amotinan como una masa de harina en el tórax que impide la circulación
armónica del aire. Se inflama, se hincha, se desprende del resto del cuerpo que
está pegado, fusionado en el colchón, pidiendo por favor larga vida. La muerte
acecha con su olor en la calle, en la habitación, en la bolsa de hígado, en la
heladera, en la pesadilla. Acecha, acecha con su recuerdo y los pulmones
intactos queriendo escaparse de un cuerpo demencial, tubérculo, débil. Las
imágenes se impregnaron y es la memoria quien me tortura. Intento ordenar el pasado y
cada recuerdo se conecta con otro a través de emociones sin importar la
temporalidad. Me confundo al creer que también forman parte de mis
pensamientos, pues lo único que forma parte de ellos es la capacidad de
reordenamiento. Ya que, toda esa capacidad, ese querer, se ve obstaculizado por
un conjunto de emociones, de experiencias que
se interponen. No hay imagen sin atrancamiento, entonces entiendo que nada es más poderoso en el ser humano que el sentir y me siento idiota. Ahora
la sensación inmediata ya no es extrañeza, es un rezo al perdón. Es el
sufrimiento, la culpa, el enorme dolor, el impulso por excelencia a la
descripción, el mal necesario. Mi cráneo
podrido pide a gritos ten piedad de nosotros. El teléfono suena junto la alarma
constante en los distintos huecos de la casa, alguien grita, enuncia
confundido. El futuro empieza a revelarse lleno
de remordimiento, la especulación vuelve el trastorno al sentir. El corazón parece escaparse de la piel que
sangra, parece escaparse, latir por fuera
de la extensión física que lo limita, latir frente a esos ojos
lubricados que le son propios. Camino al paraiso, el patético rostro de la esperanza atareado por la imagen de Jesús
mirando el cielo en medio de la ruta, despega los labios y susurra en un silencio inmóvil otra vez: por
favor ten piedad de nosotros; mientras el santo solo muestra en su boca una mueca de desprecio y desinterés, disimulado con
cortesía. En la antigüedad pudieron amar la benevolencia de mi señor
Jesucristo, pero sus oraciones de fe hoy me producen un asco atroz, como el canto a una muerte inocente, porque nada
importa la muerte, ni la inocencia. La fisonomía humana se impregna en vano de
ideologías monárquicas, mancipadoras, cuando lo importante es el impulso animal
de las venas estallando, de las vértebras expandiéndose hasta salirse de los
dedos, la angustia desgarrándose en la garganta, las lágrimas contenidas
explotando en la frente. Me disperso, entre la catedra de cómo se debería vivir, la banalidad, y el
recuerdo latente, repentino, de los
pulmones escapándose del cuerpo pidiendo por favor larga vida. Entonces,
afuera, la lluvia estalla sobre el techo del hospital, el niño llora, torrencialmente llora sobre la
tierra súbdita. El rostro deforme se
empaña de tristeza tras el vidrio que respira, el paisaje repetido se desenfoca y se prende fuego, un camión flota entre el
humo, el frio entra por debajo del tapiz y me hiela las piernas. Más adelante
yace María sana y virgen violando nuestro
desvelo y como si trajera en su manto paz y salvación, con crema en las manos, nos consuela. Todo ese lapso de tiempo eterno,
paso efímero ante mí; acostumbro mi paladar al sabor de la acetona, mis
oídos a los gemidos del dolor, y las respuestas absurdas con ojos desorientados
se incrustaron es mi dientes que no dejan salir el llanto. Viable dejo de ser la noche,
porque no existió el día. Ambos fueron idénticos e inexplorables hasta hoy. Se
perdió el espacio, como se perdieron también
mis rasgos vitales, el desencanto, el amor incontrolable y el
odio como respuesta irreversible. No queda más que trasgredir. La continuación es
solo una mera repetición huérfana del inconsciente.
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