viernes, 27 de noviembre de 2015

domingo cuatro

Estoy dispersa no puedo concentrarme pero tampoco puedo permitir que la  estática se apodere de quienes son quizás, las ultimas gotas de razón. Razón llámese a la locura extrema, a intensidad,   exageración,  paranoia,  destrucción, y cualquier trastorno que ponga en marcha el cerebro. Los pensamientos vienen amontonados, se amotinan como una masa de harina en el tórax que impide la circulación armónica del aire. Se inflama, se hincha, se desprende del resto del cuerpo que está pegado, fusionado en el colchón, pidiendo por favor larga vida. La muerte acecha con su olor en la calle, en la habitación, en la bolsa de hígado, en la heladera, en la pesadilla. Acecha, acecha con su recuerdo y los pulmones intactos queriendo escaparse de un cuerpo demencial, tubérculo, débil. Las imágenes   se impregnaron y es la memoria  quien me tortura. Intento ordenar el pasado y cada recuerdo se conecta con otro a través de emociones sin importar la temporalidad. Me confundo al creer que también forman parte de mis pensamientos, pues lo único que forma parte de ellos es la capacidad de reordenamiento. Ya que, toda esa capacidad, ese querer, se ve obstaculizado por un conjunto de emociones, de experiencias que  se interponen. No hay imagen sin atrancamiento,  entonces entiendo que  nada es  más poderoso en el ser humano que el sentir y me siento idiota. Ahora la sensación inmediata ya no es extrañeza, es un rezo al perdón. Es el sufrimiento, la culpa, el enorme dolor, el impulso por excelencia a la descripción, el mal necesario.  Mi cráneo podrido pide a gritos ten piedad de nosotros. El teléfono suena junto la alarma constante en los distintos huecos de la casa, alguien grita, enuncia confundido. El futuro empieza a revelarse lleno  de remordimiento, la especulación  vuelve el trastorno al sentir.  El corazón parece escaparse de la piel que sangra, parece escaparse, latir por fuera  de la extensión física que lo limita, latir frente a esos ojos lubricados que le son propios. Camino al paraiso,  el patético rostro  de la esperanza atareado por la imagen de Jesús mirando el cielo en medio de la ruta,  despega los labios y  susurra en un silencio inmóvil otra vez: por favor ten piedad de nosotros;   mientras el santo solo muestra en  su boca una mueca de desprecio y desinterés, disimulado con cortesía. En la antigüedad pudieron amar la benevolencia de mi señor Jesucristo, pero sus oraciones de fe hoy me producen un asco atroz,  como el  canto a una muerte inocente, porque nada importa la muerte, ni la inocencia. La fisonomía humana se impregna en vano de ideologías monárquicas, mancipadoras, cuando lo importante es el impulso animal de las venas estallando, de las vértebras expandiéndose hasta salirse de los dedos, la angustia desgarrándose en la garganta, las lágrimas contenidas explotando en la frente. Me disperso, entre la catedra  de cómo se debería vivir, la banalidad, y el recuerdo latente, repentino,  de los pulmones escapándose del cuerpo pidiendo por favor larga vida. Entonces, afuera, la lluvia estalla sobre el techo del hospital,  el niño llora, torrencialmente llora sobre la tierra súbdita. El  rostro deforme se empaña de tristeza tras el vidrio que respira, el paisaje repetido se  desenfoca  y se prende fuego, un camión flota entre el humo, el frio entra por debajo del tapiz y me hiela las piernas. Más adelante yace María sana y virgen violando nuestro  desvelo  y como si trajera en su manto  paz y salvación, con crema en las manos,  nos consuela. Todo ese lapso de tiempo eterno, paso efímero ante mí; acostumbro mi paladar al sabor de la acetona, mis oídos a los gemidos del dolor, y las respuestas absurdas con ojos desorientados se incrustaron es mi dientes que no dejan  salir el llanto. Viable dejo de ser la noche, porque no existió el día. Ambos fueron idénticos e inexplorables hasta hoy. Se perdió el espacio, como se perdieron también  mis  rasgos vitales,  el desencanto, el amor incontrolable y el odio como respuesta irreversible. No queda más que trasgredir. La continuación es solo una mera repetición huérfana del inconsciente. 

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