lunes, 23 de marzo de 2015

*. 2 el autodidacta

   

   Un placard roto. Ropa desordenada. Rastros de pegamento con polvo. Cajas apilas una encima de la otra sobre un placar roto. Un  placard roto, eso es lo que veo.  Sobre mis rodillas,  un cuaderno y  té con gusto  a sarro. En mi cabeza, justo arriba de mi soledad, la lamparita también está rota. ¿Qué mas necesito? Pediría  vino pero la indigestión me chilla en la garganta, me extraña el estomago, me suda la frente.  La misma existencia me da asco. Evacuo, vomito, me baño, mi pelo seco se eriza, se forman en mi cabeza unos rulos espantosos y desprolijos. Tomo un sorbo de té.  Esta frio. ¿Realmente me gusta estar sola? Hace varios días estoy acá, en el colchón, con la espalda en la pared, mirando el placard. El ventilador me da justo en la cara, hace frió, me cubro con una frazada. Cambie las sabanas, once veces. Estoy a salvo. ¿Qué más puedo pedir?  En la boca del estomago, en la unión de las costillas, entre mis tetas,  ahí, donde se hace un hueco en el que entra un dedo y  si apretas con fuerza podes jugar a matarte;  ahí, de ahí siento como sube el oxigeno, la verdura fermentada, un poco de bilis, y energía, mucha energía.  Estoy repleta de energía…  y  no tengo nada que hacer.
  
   Quizás, si ayer hubiese estado más enérgica;  hubiese olvidado por completo,  por lo menos durante un instante, que era sábado a la noche, que los sábados a la noche la calle está plagada de humanidad;  quizás, si así sucedía,  hubiese acudido a la cita. Tengo un recuerdo vago del momento en  que pactamos el encuentro, y nuestro primer saludo. A decir verdad, ni siquiera se su nombre, no se lo pregunte, no me lo dijo, o no tengo memoria.  Sé que tiene dos hijos apenas menores que yo, y que él es 23 veces mayor. ¿Qué importa eso?  Tiene unos bucles mugrientos naturales y dañados por la misma naturaleza mugrienta, los dientes amarillos de nicotina, casi negros, y ya no se mas. Baje la cabeza, la golpee contra la mesa, levante la mirada, deje caer una gota espesa de sangre sobre El idiota, y  de fondo, impaciente,  ahí estaba,  pidiendo permiso con la mano para sentarse. Asentí  también con la cabeza, hasta creo haber dibujado una sonrisa no tan forzada. Se sentó frente mío, me miro fijo a los ojos. Me pare, me disculpe y fui al baño.  Cuando volví no me saco  por un largo rato la mirada de encima, yo me perdía, distraída en el alrededor casi vacío, preocupada quizás de los celos  de Marcos, el mozo, por mi tan fácil accesibilidad.  Después de un par de  cervezas, me despreocupe,  al final todo eso del mozo no son más que conjeturas de un  imaginario burdo,  inverosímil. Escuche por varios minutos sus vivencias, la de sus hijos. Me sondeo un poco. “Te vi que apoyaste la cabeza en la mesa y quise hablarte… en realidad,  te vi varias veces acá”.  Sutil. Literalmente estrole la frente en la madera, con tanta fuerza que el tipo que meaba atrás de un árbol  cerca de la esquina, también habría querido acudir por mí; con tanta fuerza, que si la madera no fuera  tan vieja como el bar, carecería  ahora mismo de conciencia. Nunca lo había visto.  Ni siquiera en ese  momento, sin embargo algo ahí mismo en el punto asesino de la boca de mi estomago donde se junta toda mi repugnante verdad, ahí, de ahí  comencé a escupir un monologo de lo más sincero y absurdo.  No pare un segundo de hablar, le mire la cara y los ojos, sin ver;  levante las cejas engreída; gesticule con las manos;  pedí una cerveza tras otra, sin importarme que sea Marcos quien abría las cervezas, ni  me sirviera solo a mí.  Hable sin parar, de lo que hacía, de lo que no hacía, me saque el alma congelada y la puse frente a él. Opine sobre política, arte, represión, arrogancia, fatalidad humana, egoísmo;  haciendo unos vínculos impensados entre un tema y otro. Me autodefiní como asesina, pedófila, psicópata y un montón de aberraciones mas  que también le adjudique a su persona, y al mundo.  Cada vez que él quería objetar algo, me adelantaba, estaba atenta a mi atolondramiento, adivinaba sus contra ataques y los respondía antes de que pueda escupir  medio milímetro de aliento.  El sonreía asombrado, un poco frustrado quizás, pero al final dejaba caer los hombros y seguía escuchándome,  como un tonto. Termine.  La conversación nunca fue  lo suficientemente fluida, era un micro relato biográfico tras otro. Me conto era maestro mayor de obras, no por prejuzgar, el mismo dijo no ser un hombre instruido, nunca leyó por placer. De todos modos la sabiduría florecía  en la forma de expresarse, sus razonamientos, sus observaciones. Cualquiera podría confundirlo con un autodidacta desalineado, o un humanista.

    Creí en todo lo que dijo.  En verdad a eso se dedicaba, a escuchar, a relacionarse con las personas. No más. La experiencia ajena le era propia, le pertenecía. Ahora yo también era suya,  cada palabra  disertada en el ruido saussureano interferido entre nosotros, era suya. Todas.  Cualquier otro día lo habría despreciado, y no estoy tan segura de haberle tomando tanto afecto. Cuando entre, temprano, al bar, traía  conmigo el aire viciado de rechazo.  Hace varios días  mi idolatría,  insegura, me asfixiaba con las manos.  Pero entre,  escuche mi nombre, tire la mochila sobre la mesa,  caí en la silla  y  todo ese humo, ese rechazo, esa negación, se deshizo en mil partículas. Ya no me pertenecen.  No tuve que abrir la boca más que para beber,  el vaso estaba ya helado  y lleno entre mis dedos. El caudal de pensamientos se hizo inevitable, tome  el cuaderno. Imposible, hace semanas no escribía. Pedí algo para comer, hace días tampoco comía. Me atendió el ciego, Marcos todavía no había llegado. Elegí una porción de tarta con verduras. Fije la vista en el mismo vejestorio de siempre, en los vasos de vino con soda, en sus  lenguas amarrillas, en las enormes nueces de sus gargantas, tragando feroces, escupiendo entre gritos. Me sirvió en un plato de aluminio, como los que usa mi abuelo. Desenvolví los cubiertos y me eche a comer. Un gusto agrio y amargo me embadurno los cachetes. Cuando pasas tanto tiempo sin comer, un único bocado te abre el apetito exasperadamente hasta el punto de perder el juicio del gusto. Algo esta vez, me raspo la garganta, como una bola de pelos. Entre la masa y la verdura de la tarta había un colchón de moho negro, con pelos, como los de un mondongo, pero seco y negro. No dije nada, fui corriendo al baño, metí dos dedos en mi boca, me golpee en la campanilla y eructe. Fui más lejos, mas al fondo, casi tragándome la mano, y ahí fue todo mi almuerzo fermentado, verde, con mucosidad oscura, y  cerveza, un montón de cerveza. No me gusta vomitar cerveza.  Me enjuague la boca, me lave la cara, me pinte los labios con manteca de cacao, me acomode pelo y espere un rato a que se vaya el calor colorado de mis ojos a punto de estallar en lágrimas. No eran buenos días. Volví a mi asiento, pedí otra cerveza, Marcos ya había llegado, me saludo fastidiado. Creo que la última vez que vine genere algún escándalo. Se le  va pasar.   Paso un rato, sin poder escribir,  sin poder no  recordar una y otra vez el despego de la masa, los hilos del moho desprendiéndose, dejando  cenizas sobre todo el plato, lo amargo; y ahí vino la escena. “Baje la cabeza, la golpee contra la mesa, levante la mirada, deje caer una gota espesa de sangre sobre El idiota, y  de fondo, impaciente,  ahí estaba,  pidiendo permiso con la mano para sentarse….” Como un tonto.

    Abuse de su amabilidad, me acompaño hasta cerca de  casa y me despidió, sin antes asegurarse volver a verme. Comenzó a hipnotizarme. –“Me gusta, me gusta conocer gente. Me encanto conocerte.  No disfruto estar solo, tu compañía me es muy agradable, apasionante como tu soledad. Cada palabra que pronuncias, es tan vivida, no creo que sean solo producto de la lectura,  es tu manera de ver, siempre presente.  Me encanto hablar con vos, la dulzura excéntrica de tu entonación, la exageración al pronunciar ciertas palabras, el disgusto. Estoy muy contento de haberte conocido. Entre a tomar una cerveza, y cuando te vi que apoyaste la cabeza en la mesa, antes de habías tapado los oídos y caíste. Quise hablarte, siempre te veo, pero hoy quise hablarte.  Como pensas… quiero que volvamos a vernos, antes del miércoles, nosotros dos, podemos cenar”- ….-“¿sabes cuantas veces me rechazaron? Vos también podrías haberme negado, pero sin mirarme dijiste que si, no me prestaste atención, no te importo quien era yo, que quería, te mostraste abierta a lo que podía pasar. Sabes cuantas se levantaron de la mesa por no escucharme hablar? Vos estabas acá, conmigo. Estoy muy contento. Muy contento, siempre te veo tan perdida en vos misma, seria…y hoy te hablo me sonreís, te reis a carcajadas espontaneas. Estoy muy contento y me gustaría de verdad que compartamos otra cerveza”-  …. – “si queres, estaría bueno, seria propició que me digas que si”- Bueno- “Seria aun mejor que me digas si, si tal día, tal horario, cuando podes?”-
 No pensé mucho,  me había atontado, me sentí en su piel por un segundo, era patético. ¿Quién se cree este adivinando mis dolencias? ¿Adjudicándose la razón de mi  risa? ¿Con que autorización intenta endulzarme de esa manera? ¡¿Cuántas veces lo rechazaron?! ¿Va ahora acudir  a la lastima? ¿Es consciente también de mi obsesión por la autoestima? “Sábado las once. No me vayas a dejar sola”. Lo dije “no me vayas a dejar sola”. Que repugnante sonó todo ese palabrerío de mi boca, seguí caminado y no voltee a verlo, temía que detrás de mí este sonriendo como un imbécil que consigue lo que quiere.

   Me burle de su confianza. El  sábado a  las once paso ayer y la única compañía en la que me apañe fue  en la de  este placard. Quizás si hubiese estado mas enérgica,  como hoy, quizás... Nada iba a ocurrir. Me imagine, me imagine su cuerpo encorvado expectante sobre la silla,;  su  rulos mugriento dejado del retrato de Alfonsín;  su vista perdida en la ventana que da a la calle, esperando que se refleje en algún momento mi preciosa soledad. ¿Preciosa soledad? ¿ o era  apasionada soledad? Perdió toda credibilidad, en un instante, preso de sus observaciones premeditadas. Su imagen se volvió  lastimosa,  ante nadie. Ante nadie ¿Quién se cree para juzgar sobre mi persona por un golpe en la cabeza y un poco de cortesía? … ¿Y ahora? Ahora, otra vez soy dueña del tiempo, de mí,  de su tiempo,  de sus expectativas, de su espera vana. ¿Qué cuantas veces te rechazaron? Decime ¿Cuántas veces tu necesidad del otro te encontró deprimido, hablando solo, leyendo el diario de antes de ayer?  De todos modos, vamos a volver a vernos y tendré tiempo de excusarme. Todavía me importa la autoestima ajena. Su compañía también me fue agradable, pero ¿Cuál es el afán de desnudar al otro porque si  y tan sofistamente? Lo voy a ver de nuevo, se va acerca a mi mesa, va pronunciar mi nombre y cuando suspire para hacer un reclamo burlón por  mi ausencia del sábado, voy a obstruir una vez más su aliento: Perdón. Con un punto final: Perdón. /  Retome la lectura. Oí la quietud de su esqueleto y como  voltio para sentarse en la barra. Ojala lo hubiese besado, tendría que haberle agarrado la cara y estampado mis labios sobre los suyos, con fuerza, hasta desapegarme de mi propia boca, entonces ahí, ahí disculparme. Ese era un buen final, pero deje la plata debajo de un tarro de manies. Grite: Hasta mañana. Marcos sonrió. 

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