Un
placard roto. Ropa desordenada. Rastros de pegamento con polvo. Cajas apilas
una encima de la otra sobre un placar roto. Un placard roto, eso es lo que veo. Sobre mis rodillas, un cuaderno y té con gusto a sarro. En mi cabeza, justo arriba de mi
soledad, la lamparita también está rota. ¿Qué mas necesito? Pediría vino pero la indigestión me chilla en la
garganta, me extraña el estomago, me suda la frente. La misma existencia me da asco. Evacuo,
vomito, me baño, mi pelo seco se eriza, se forman en mi cabeza unos rulos
espantosos y desprolijos. Tomo un sorbo de té.
Esta frio. ¿Realmente me gusta estar sola? Hace varios días estoy acá,
en el colchón, con la espalda en la pared, mirando el placard. El ventilador me
da justo en la cara, hace frió, me cubro con una frazada. Cambie las sabanas, once
veces. Estoy a salvo. ¿Qué más puedo pedir?
En la boca del estomago, en la unión de las costillas, entre mis tetas, ahí, donde se hace un hueco en el que entra un
dedo y si apretas con fuerza podes jugar
a matarte; ahí, de ahí siento como sube
el oxigeno, la verdura fermentada, un poco de bilis, y energía, mucha
energía. Estoy repleta de energía… y no
tengo nada que hacer.
Quizás, si ayer hubiese estado más enérgica; hubiese olvidado por completo, por lo menos durante un instante, que era
sábado a la noche, que los sábados a la noche la calle está plagada de humanidad;
quizás, si así sucedía, hubiese acudido a la cita. Tengo un recuerdo
vago del momento en que pactamos el
encuentro, y nuestro primer saludo. A decir verdad, ni siquiera se su nombre,
no se lo pregunte, no me lo dijo, o no tengo memoria. Sé que tiene dos hijos apenas menores que yo,
y que él es 23 veces mayor. ¿Qué importa eso?
Tiene unos bucles mugrientos naturales y dañados por la misma naturaleza
mugrienta, los dientes amarillos de nicotina, casi negros, y ya no se mas. Baje
la cabeza, la golpee contra la mesa, levante la mirada, deje caer una gota espesa
de sangre sobre El idiota, y de fondo, impaciente, ahí estaba, pidiendo permiso con la mano para sentarse. Asentí
también con la cabeza, hasta creo haber
dibujado una sonrisa no tan forzada. Se sentó
frente mío, me miro fijo a los ojos. Me pare, me disculpe y fui al baño. Cuando volví no me saco por un largo rato la mirada de encima, yo me perdía,
distraída en el alrededor casi vacío, preocupada quizás de los celos de Marcos, el mozo, por mi tan fácil
accesibilidad. Después de un par de cervezas, me despreocupe, al final todo eso del mozo no son más que conjeturas
de un imaginario burdo, inverosímil. Escuche por varios minutos sus
vivencias, la de sus hijos. Me sondeo un poco. “Te vi que apoyaste la cabeza en
la mesa y quise hablarte… en realidad,
te vi varias veces acá”. Sutil. Literalmente
estrole la frente en la madera, con tanta fuerza que el tipo que meaba atrás de
un árbol cerca de la esquina, también
habría querido acudir por mí; con tanta fuerza, que si la madera no fuera tan vieja como el bar, carecería ahora mismo de conciencia. Nunca lo había
visto. Ni siquiera en ese momento, sin embargo algo ahí mismo en el
punto asesino de la boca de mi estomago donde se junta toda mi repugnante
verdad, ahí, de ahí comencé a escupir un
monologo de lo más sincero y absurdo. No
pare un segundo de hablar, le mire la cara y los ojos, sin ver; levante las cejas engreída; gesticule con las
manos; pedí una cerveza tras otra, sin
importarme que sea Marcos quien abría las cervezas, ni me sirviera solo a mí. Hable sin parar, de lo que hacía, de lo que
no hacía, me saque el alma congelada y la puse frente a él. Opine sobre
política, arte, represión, arrogancia, fatalidad humana, egoísmo; haciendo unos vínculos impensados entre un
tema y otro. Me autodefiní como asesina, pedófila, psicópata y un montón de
aberraciones mas que también le adjudique
a su persona, y al mundo. Cada vez que él
quería objetar algo, me adelantaba, estaba atenta a mi atolondramiento,
adivinaba sus contra ataques y los respondía antes de que pueda escupir medio milímetro de aliento. El sonreía asombrado, un poco frustrado
quizás, pero al final dejaba caer los hombros y seguía escuchándome, como un tonto. Termine. La conversación nunca fue lo suficientemente fluida, era un micro
relato biográfico tras otro. Me conto era maestro mayor de obras, no por
prejuzgar, el mismo dijo no ser un hombre instruido, nunca leyó por placer. De
todos modos la sabiduría florecía en la
forma de expresarse, sus razonamientos, sus observaciones. Cualquiera podría
confundirlo con un autodidacta desalineado, o un humanista.
Creí en todo lo que dijo. En verdad a eso se dedicaba, a escuchar, a
relacionarse con las personas. No más. La experiencia ajena le era propia, le
pertenecía. Ahora yo también era suya,
cada palabra disertada en el
ruido saussureano interferido entre nosotros, era suya. Todas. Cualquier otro día lo habría despreciado, y
no estoy tan segura de haberle tomando tanto afecto. Cuando entre, temprano, al
bar, traía conmigo el aire viciado de
rechazo. Hace varios días mi idolatría,
insegura, me asfixiaba con las manos.
Pero entre, escuche mi nombre, tire
la mochila sobre la mesa, caí en la
silla y todo ese humo, ese rechazo, esa negación, se
deshizo en mil partículas. Ya no me pertenecen. No tuve que abrir la boca más que para
beber, el vaso estaba ya helado y lleno entre mis dedos. El caudal de
pensamientos se hizo inevitable, tome el
cuaderno. Imposible, hace semanas no escribía. Pedí algo para comer, hace días
tampoco comía. Me atendió el ciego, Marcos todavía no había llegado. Elegí una
porción de tarta con verduras. Fije la vista en el mismo vejestorio de siempre,
en los vasos de vino con soda, en sus lenguas amarrillas, en las enormes nueces de
sus gargantas, tragando feroces, escupiendo entre gritos. Me sirvió en un plato
de aluminio, como los que usa mi abuelo. Desenvolví los cubiertos y me eche a
comer. Un gusto agrio y amargo me embadurno los cachetes. Cuando pasas tanto
tiempo sin comer, un único bocado te abre el apetito exasperadamente hasta el
punto de perder el juicio del gusto. Algo esta vez, me raspo la garganta, como
una bola de pelos. Entre la masa y la verdura de la tarta había un colchón de
moho negro, con pelos, como los de un mondongo, pero seco y negro. No dije
nada, fui corriendo al baño, metí dos dedos en mi boca, me golpee en la
campanilla y eructe. Fui más lejos, mas al fondo, casi tragándome la mano, y
ahí fue todo mi almuerzo fermentado, verde, con mucosidad oscura, y cerveza, un montón de cerveza. No me gusta
vomitar cerveza. Me enjuague la boca, me
lave la cara, me pinte los labios con manteca de cacao, me acomode pelo y
espere un rato a que se vaya el calor colorado de mis ojos a punto de estallar
en lágrimas. No eran buenos días. Volví a mi asiento, pedí otra cerveza, Marcos
ya había llegado, me saludo fastidiado. Creo que la última vez que vine genere
algún escándalo. Se le va pasar. Paso un rato, sin poder escribir, sin poder no
recordar una y otra vez el despego de la masa, los hilos del moho
desprendiéndose, dejando cenizas sobre
todo el plato, lo amargo; y ahí vino la escena. “Baje la cabeza, la golpee
contra la mesa, levante la mirada, deje caer una gota espesa de sangre sobre El idiota, y de fondo, impaciente, ahí estaba,
pidiendo permiso con la mano para sentarse….” Como un tonto.
Abuse
de su amabilidad, me acompaño hasta cerca de casa y me despidió, sin antes asegurarse
volver a verme. Comenzó a hipnotizarme. –“Me gusta, me gusta conocer gente. Me
encanto conocerte. No disfruto estar
solo, tu compañía me es muy agradable, apasionante como tu soledad. Cada
palabra que pronuncias, es tan vivida, no creo que sean solo producto de la
lectura, es tu manera de ver, siempre
presente. Me encanto hablar con vos, la
dulzura excéntrica de tu entonación, la exageración al pronunciar ciertas
palabras, el disgusto. Estoy muy contento de haberte conocido. Entre a tomar
una cerveza, y cuando te vi que apoyaste la cabeza en la mesa, antes de habías
tapado los oídos y caíste. Quise hablarte, siempre te veo, pero hoy quise
hablarte. Como pensas… quiero que
volvamos a vernos, antes del miércoles, nosotros dos, podemos cenar”- ….-“¿sabes
cuantas veces me rechazaron? Vos también podrías haberme negado, pero sin
mirarme dijiste que si, no me prestaste atención, no te importo quien era yo,
que quería, te mostraste abierta a lo que podía pasar. Sabes cuantas se
levantaron de la mesa por no escucharme hablar? Vos estabas acá, conmigo. Estoy
muy contento. Muy contento, siempre te veo tan perdida en vos misma, seria…y
hoy te hablo me sonreís, te reis a carcajadas espontaneas. Estoy muy contento y
me gustaría de verdad que compartamos otra cerveza”- …. – “si queres, estaría bueno, seria propició
que me digas que si”- Bueno- “Seria aun mejor que me digas si, si tal día, tal
horario, cuando podes?”-
No
pensé mucho, me había atontado, me sentí
en su piel por un segundo, era patético. ¿Quién se cree este adivinando mis
dolencias? ¿Adjudicándose la razón de mi
risa? ¿Con que autorización intenta endulzarme de esa manera? ¡¿Cuántas
veces lo rechazaron?! ¿Va ahora acudir a la lastima? ¿Es consciente también
de mi obsesión por la autoestima? “Sábado las once. No me vayas a dejar sola”.
Lo dije “no me vayas a dejar sola”. Que repugnante sonó todo ese palabrerío de
mi boca, seguí caminado y no voltee a verlo, temía que detrás de mí este
sonriendo como un imbécil que consigue lo que quiere.
Me burle
de su confianza. El sábado a las once paso ayer y la única compañía en la
que me apañe fue en la de este placard. Quizás si hubiese estado mas enérgica, como hoy, quizás... Nada iba a ocurrir. Me
imagine, me imagine su cuerpo encorvado expectante sobre la silla,; su
rulos mugriento dejado del retrato de Alfonsín; su vista perdida en la ventana que da a la
calle, esperando que se refleje en algún momento mi preciosa soledad. ¿Preciosa
soledad? ¿ o era apasionada soledad? Perdió
toda credibilidad, en un instante, preso de sus observaciones premeditadas. Su imagen
se volvió lastimosa, ante nadie. Ante nadie ¿Quién se cree para
juzgar sobre mi persona por un golpe en la cabeza y un poco de cortesía? … ¿Y
ahora? Ahora, otra vez soy dueña del tiempo, de mí, de su tiempo, de sus expectativas, de su espera vana. ¿Qué
cuantas veces te rechazaron? Decime ¿Cuántas veces tu necesidad del otro te
encontró deprimido, hablando solo, leyendo el diario de antes de ayer? De todos modos, vamos a volver a vernos y
tendré tiempo de excusarme. Todavía me importa la autoestima ajena. Su compañía
también me fue agradable, pero ¿Cuál es el afán de desnudar al otro porque si y tan sofistamente? Lo voy a ver de nuevo, se
va acerca a mi mesa, va pronunciar mi nombre y cuando suspire para hacer un
reclamo burlón por mi ausencia del
sábado, voy a obstruir una vez más su aliento: Perdón. Con un punto final: Perdón. / Retome la lectura. Oí la quietud de su esqueleto
y como voltio para sentarse en la barra.
Ojala lo hubiese besado, tendría que haberle agarrado la cara y estampado mis
labios sobre los suyos, con fuerza, hasta desapegarme de mi propia boca,
entonces ahí, ahí disculparme. Ese era un buen final, pero deje la plata debajo
de un tarro de manies. Grite: Hasta mañana. Marcos sonrió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario