Esta aturdido y asilado. Hace pogo
en un tapper de soretes congelados, fríos. No siente nada y tiene moretones.
Agita la cabeza y vuelan canas blancas, tintura violeta y mocos con forma de
personas que sonó en el camino. A la deriva, en un catarro. Salvadas. Matías se
olvido de todos, y de él. El es tan común que abarca toda la existencia, no es
Juan ni Andrés, es Matías. El ya no
besa, ya no habla, vende amor, consume corazones, blancos, blandos. Es un ser inanimado adoptado por la realidad
que lo somete al salto. Transpira sal, se asfixia con sus mocos flúor llenos de
personas y no puede caminar porque las
piernas le hacen cosquillas. Matías es otra baja. Vomita azul, blanco, rojo en micropuntos
iguales a el. Vuelve, siempre vuelve porque
no se anima a desaparecer. Flota en el aire y parece irse con los rayos ultravioletas
de una luz de neón berreta. Pero se queda ahí. Y la música se corta cuando la luz se escapaba de sus ojos.
Alrededor están todos muertos y en su cerebro,
penetra un chillido insoportable. Dios no existe.
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