Mas finita que es para milanesa.

  La sangre rebalsa la mesada, restos de carne caen al suelo, uno pasa, se resbala, putea, se ríe, otro pasa y destroza los restantes con sus pies pesados y gordos. En delantal blanco con manchas rojas, cual cuadro de Pollock copiado de un menor de seis años sin talento aparente, afilan las cuchillas para seguir con la matanza de los cuerpos ya muertos ubicados en tapers. Tapers que no conocen más que el invierno y esa sensación de frialdad, que no se siente más que en sus caras repletas de sudor y sus manos bajo los guantes emitiendo brutalidad, masculinidad de antepasado. Mientras tiran el vacio rebotando sobre el mármol blanco, rodeados de una estructura completamente blanca como una heladera municipal, sonríe al mamífero posado en sus dos pies que contempla el cementerio de órganos y otros cortes; de la misma manera que sonríe al ver un escote, o la raya del culo de la cajera obsesa que nunca tiene cambio. Se pasan el brazo por la boca, están cansados y excitados antes las voces de las viejas con polleras largas hasta los tobillos, blusas cerradas y carritos de compra repletos de achuras vegetales; fastidiadas y “mas finita que es para milanesa”. Afilan las cuchillas en el chillido insoportablemente placentero del roce, es casi orgásmico; toman otra más chica y la clavan en el medio de la nalga, la agarran de una extremidad apenas posando la palma, y con la delicadeza con la que tocan un culo destrozan la nalga en diez cortes perfectos. Las viejas se van felices y ellos danzan internamente para al final día, repleto de sexo desenfrenado sobre venas arterias y trituradoras, acabar en el interior de una mujer con pulsaciones, una mano con pretensiones, o en la tensión de la mirada y las articulaciones hambrientas deseando estallar, estrangular.