A dos manzanas y media, en la tercer casa, al fondo de un pasillo, las ruedas de la bicicleta, tierra y escombros. Si creo en la vaga existencia de algo tan intangible como la palabra amor, es por conocer a Gonzalo. El viento no podía con sus rulos rubios bañados en polvo, los cordones desatados y ese olor a desodorante barato. La sonrisa soberbia de una dentadura perfecta y con olor a cigarrillo suelto. Cada beso me lo imaginaba como una pitada de Virginia slims encontrado en el suelo. Ese invisible límite entre la desprolijidad, la elegancia, la rebeldía de la inocencia, el instinto y la experiencia. Ese invisible limite que separa nuestros pequeños cuerpos en mis mejillas rosadas por temor, a lo desconocido.
En cada corrida al recreo estaba Gonzalo rodeado de enanas mujeres, de serviciales enanos hombres, de sus hermanos, delgados como alfileres y enormes de esa gran nada, mafia. Todas querían sus finos y pálidos labios, todas querían su horrible ortografía en notas de boletos estudiantiles. Todos querían su respeto. Yo solo quería abrazarlo, que me mire con desprecio, y me muerda un cachete como cuando masticaba chicle, suave, como en cámara lenta, como saliva con gusto a jarabe de banana. Distinto entre los hombres, común entre la multitud. Gonzalo, mi pedazo de normalidad en medio de tanta distinción. Mientras las demás buscaban vestido para usar en tres años, en sus fiestas de 15, en llantos, velas y rostros que no son más que eso, rostros para el olvido; en el rincón del epicentro estaba yo, leyendo a Poe, pero pensando, como todas, en Gonzalo. La perversidad me brotaba por las venas en la comodidad de palabras escritas del pensamiento, de la ficción. Mi cliché de película, la marginada y el rebelde sin causa. También, la dama y el vagabundo.
Una tarde, casi noche, fui a una fiesta de cumpleaños. Eliana, cumplía 13, mi mama compro un par de ojotas para que le regale, en pleno invierno. Ahorre una semana para comprarle chocolates y un paquete de toallitas. Yo era la única que sabía sobre su gran cambio escaso de higiene. Igual ese día se enteraron todos. En la guerra inconsciente entre la seguridad y el inseguro, una botella comenzó a girar. Freno. El culo estaba en Gonzalo, el pico en mis guillerminas azules. Se levanto, camino hacia mí, se peino y me tendió la mano. Me pare, lo mire a los ojos unos segundos, creí que iba a explotar de calor. Mis hormonas me hacían cosquillas en las pantorrillas, luego subió por las rodillas, una brisa paso entre mis piernas y de repente, un grupo de hormigas coloradas me comía el estomago. Trague saliva, con disimulo, no sabía cuánto tiempo podía dejar de respirar. Fueron dos segundos eternos, donde mi cabeza no dejo de funcionar, yo no sabía hacerlo, pero quería hacerlo, solo no quería ser un cacho mas de carne con labial rojo de pupa de princesa posado en su boca. Ser única entre el montón en una ronda de iguales inexpertos, de pequeñas fieras hambrientas por conocer. Le pegue un cachetazo y me encerré en el baño, solo escuche sus risas hasta por fin volver al olvido, a la tranquilidad de ser más nadie que el resto.
Después de aquel episodio, fui menos invisible. Gonzalo me sonreía a la distancia, me saludaba con la cabeza desde la vereda de enfrente y a veces, amagaba a tirarme una piedra en el camino cuando pasaba sobre ruedas por la vereda de su casa. Yo agachaba la cabeza tratando de esconder mi timidez bajo el flequillo castaño iluminado por el sol, pero siempre actuando lo más normal posible. Enseguida comenzó el verano, y como siempre, Gonzalo se fue a Córdoba con sus hermanos y un tío. Tres meses para pensar en mi misma, con todo lo que una puede pensar en la soledad de la pre adolescencia, entre drogas, tabaco, alcohol, chicos y un puñado de mediocridad cada cinco párrafos de un texto de Kafka.
Ya había dado mi primer beso, había superado mi cuento de hadas moral insertado como un chip en mi cabeza. Podía besar a Gonzalo hasta el cansancio y al fin olvidarlo, con la esperanza de amarlo toda la vida. El primer día de clases no abrió el colegio, el segundo día Gonzalo había muerto ahogado. La insignificancia del primer amor se impregno en mí como un puñal en el alma, como una pared en el tiempo. La inconstancia golpea la puerta de mi departamento, entra con la brisa por la ventana, y camina en los fantasmas de mi conciencia. ¿Cómo acabar con algo que no existe? ¿Es posible concluir una carrera, un trabajo, una pareja, una amistad, después de decaer en el sentimiento de no haber tomado la decisión correcta antes de que Gonzalo muera? ¿Por qué no besarlo cuando el azar de una botella de plástico lo escribió? ¿Por qué esperar a que sea imposible?
Interesantes las preguntas finales.¿Por que postergar lo deseado si es posible y esperable que suceda?
ResponderEliminar