martes, 16 de julio de 2013

Una mina mas





 No sé donde aprendí a ser tan prejuiciosa. Quizás todos tenemos algo de eso, de manera innata, así como algunos tienen la idea de Dios, de Jehova, de la religión y otras drogas del sistema. Debe estar insertado como un gen común para todos, ahí al lado del gusto, ahí donde creemos que esta nuestra identidad. Que feo seria que nuestra identidad se defina por los gustos. ¿Cómo que la definen así? Yo la defino por lo que no me gusta, no conozco todo y capaz soy algo que aun no descubrí. Como mil partículas en el aire, las almas muertas, desorientadas, flotan y penetran nuestro ser y finalmente todos tenemos un pedazo del otro, somos uno más, ni tan ni menos especiales, somos, creo.


  Me acuerdo cuando recién llegaba al convento, mis papas se habían ido y me dejaban ahí unos días, tenia no sé, cuatro años, cuatro para cinco o cinco recién cumplidos, no lo se con exactitud. Ese lugar era realmente tétrico, las imágenes de Jesús en la cruz, sus manos repletas de sangre, por los clavos, las caras dulces y amenazantes de las mujeres que resultaban ser todas María, y los santos. La ultima cena en un brindis casi diabólico, sin embargo ahora la analizo como una obra de arte excepcional. Todo me hacía temblar, era un lugar oscuro, la luz se asomaba por las ventanitas de vidrio pintadas de colores, por las cuales no podías ver el exterior. A medida que se alejaba el cielo raso, más pequeñas eran las ventanas y todas juntas ascendían en forma de punta, señalando al cielo, supongo. Había varias de mi edad, pero yo nunca fui una persona sociable. El resto del convento era como un hostel sombrío. Pasillos y puertas. Los límites y la moral te susurraban en los oídos sin siquiera aun yo tener noción de ese tipo de conceptos. 

  Las monjas. Las monjas eran lo que más me llamaban la atención, las que más miedo me daban. Siempre vestían igual, siempre tan oscuras, con algunas partes blancas, como un perro dálmata, pero sin lo agradable. Se escabullían entra los columnas, te tocaban la cabeza, te hacían arrodillar al costado de la cama y oraban un montón de palabra por más de cuarenta minutos, sin respirar, mientras tocaban las pelotitas del collar del crucifijo. Definitivamente ellas no me gustaban. Las creía seres inhumanos, donde detrás de esa ternura que intentaban demostrar sin resultado, escondían los deseos de amordazarnos, meternos en una olla, comernos y orar por nuestras almas empapadas de caldo de pollo. 

  Una vez comencé a seguir a una. Se levantaba a las cuatro y media de la mañana, antes que cante el gallo. A esa hora yo la veía salir de la habitación, ahí empezaba mi investigación, quería desenmascarar a esas brujas perversas ¿Qué son? ¿Qué quieren de nosotros? ¿De la humanidad? ¿Donde están mis papas? ¿Se fueron o los tienen encerrados en la jaula ahí en la mesita con el enorme hueco donde meten limosnas, una copa y los redondelitos blancos que llaman ostias? quizás eran como magos y los hacían desaparecer. Necesitaba saber que ocultaban. Me escabullí entre el piso y la pared, como un ratón. Ella a veces sentía mi presencia pero por suerte siempre fui rápida para esconderme antes que pudiera verme. Después tomaba un te sin azúcar, hacía tiempo leyendo la biblia y caminaba hacia la iglesia, en esos momentos siempre me empezaban a temblar las piernas. Tomaba un camino extraño por los costados de la iglesia, por un pasillo donde podía ver hacia dentro, estando fuera. Luego subíamos por unas escaleras enormes, encima yo tenía que esperar que ella avance para poder seguir escalando, y lo mismo para bajar. Mientras subía escuchaba la campanada, que la monja seguro hacía sonar. El cura dormía hasta tarde, excepto los domingos, porque las misas las daban cerca del mediodía los días de semana, me pareció escuchar que estaba enfermo, era un hombre viejo. Esta monja era como la secretaria del empresario exitoso, pero mucho más morboso, siniestro. Verla hablar con el cura me daba ganas de hacer pis y me cruzaba fuerte de piernas, para aguantarme. 

 Siempre terminaba exhausta y la monja siempre hacia los mismos recorridos, a veces iba al parque u otras rezaba incansablemente o solo caminaba y subía y bajaba escaleras, como si supiese que alguien la vigilase. En fin, siempre terminaba exhausta y terminaba durmiéndome antes de que ella. 

  En dos días vendrían a buscarme y yo no había avanzado en mi caso, ahí todavía controlaba mi inconstancia. Entonces un día solo dormí y me levante a la tarde, me dieron algo de comer unas monjas gordas que no omitían ni una sola palabra, tenían como cinco cuellos que podía ver a pesar de la capa que les cubre la cabeza y el corte cerrado de sus túnicas. Comí con desconfianza, uno nunca sabe. Me hice la enferma, me llevaron a la cama y cuando empezó a bajar el sol emprendí mi plan. Encontré a la monja en la mira saliendo de su habitación con unas toallas en la mano, camino por el pasillo, lento, volteo varias veces, mi respiración estaba acelerada, creo que me sentía mal en serio, entonces a ella le parecía escuchar algo, pero repito, siempre fui rápida para esconderme. Entro al baño. Las manos me temblaban, mi pies estaban desorientados y mi estomago hacia un ruido extraño. Me acerque lento al picaporte, apoye un ojo cerrado en él y lo abrí. La monja estaba de espaldas, se saco el manto que cubre su cabeza y pude ver un largo pelo rubio caer, agotado del encierro, libre en el aire, sucio, un poco, porque estaba bastante opaco. Luego se saco lo blanco que cubría sus hombros y parte de su pecho, era un ser de cabello rubio y túnica negra. Se sentó en el inodoro cerrado y se saco los zapatos, pude ver su perfil completo. Apoyo con dulzura los pies en la alfombra, elevo una y otra pierna, como quien anda en bicicleta, y se quito desde la cintura unas medias color mate mostrando pedazos de su piel blanca como la leche y de una extensión larga como el mástil que sostenía la bandera del jardín. Finalmente se saco la túnica, y la ropa interior y entro a la ducha. 

  Quede petrificada en la cerradura, la monja a la que tanto le temía, solo era una mina mas. En ese momento creí estar libre de prejuicios, pero la calesita comenzó a girar de nuevo y mil y una vez más juzgue y me decepcione, o no. Los lazos se fueron creando por prejuicios, causados por la soledad, la neurosis, la paranoia, o solo por ser un típico comportamiento del ser humano, supongo, no me creo tan especial.






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